domingo, 2 de octubre de 2011

Ficcionalización de una entrevista sobre diciembre del 2001

Autor: Roberto Scolari (estudiante Comunicación, 2010)

Un día terrible

Como el remisero no quiere llevarla al segundo piso del Unicenter, debe subir por las escaleras mecánicas. Por alguna razón el hombre está apurado, parece no querer permanecer en el lugar ni un minuto más.
Mientras espera apoyada en la baranda se queda mirando unos televisores que están en la puerta de un local. Todos muestran las manifestaciones en Capital. Por la distancia, sólo alcanza a ver ‘¡hay heridos!’ en letras amarillas y grandes que ocupan el zócalo de una pantalla.
Tiene los ojos claros y el pelo castaño. Es muy delgada y de pequeña estatura. Es preciosa, la gente suele recordárselo cada vez que la ve. Sus amigas la comparan con cierta actriz que trabaja en telenovelas. Ella muestra inmediatamente su mayor cara de agrado y responde con una sonrisa que ha conquistado desde hombres hasta ancianas.
Apura el paso porque aún debe hacerse los “claritos”, ir a la estación de Martínez, tomar el tren hasta Retiro y después el subte para ir a trabajar. Llega a Giordano, se sienta, cruza las piernas y comienza a mirar una revista que hay en una mesita de madera. A su costado se encuentra un joven, de unos 24 o 25 años. Está tiñendo su pelo de un color platinado mientras habla de lo que hoy parece apasionarles a todos: las manifestaciones y los piqueteros.
–Por esto, gracias a Dios, existen los barrios privados, en este país es la única forma de estar seguro en tu propiedad- le comenta a la peluquera, una joven de pelo negro y piel morena que asiente con la cabeza demostrando poco interés en la charla, como si nada de lo que dijera el cliente le agradara.
-- Se lo tiene que bancar porque es el cliente – se dice a sí misma.
Mientras escucha la plática y ojea la revista, recuerda cierta conversación matutina con su madre que la altera: La señora le había advertido que no vaya al reconocido shopping, pues es víspera de Navidad por lo que estará repleto de gente entrando y saliendo de los locales con bolsas. Pero, para su sorpresa, la concurrencia es leve, aun menor que en otros días.
–Les debe haber pasado a todos lo mismo, ahora deben estar en el centro de Martínez o de San Isidro amontonados chocándose, creyendo que acá debe estar peor- piensa y sonríe, mientras se acomoda lentamente la peluquera, que acaba de finalizar su tarea con el hombre que posa frente al espejo y se revuelve el cabello con las manos. Saluda con un pequeño gesto de reverencia y una sonrisa –la reconoce—y le pregunta qué prefiere el día de hoy.
-- Voy a hacerme los claritos—responde llevando la punta de sus dedos a la cabeza.
La mujer se acerca con una gorra para hacer reflejos más un delantal en una de sus manos y un pequeño instrumento metálico y puntiagudo que utilizará para punzar la gorra, en la otra. Coloca el delantal, se pone unos guantes de látex y comienza.
-¡Qué día complicado hoy, menos mal que acá no pasó nada!—dice la mujer mientras continúa con su trabajo.
-- Si complicado, pero acá es obvio que no pasa nada, en el Centro hay protestas y quilombo todos los días—contesta ella con calma.
La pequeña pantalla que regularmente se encuentra apagada, está mostrando gente acumulándose en Plaza de Mayo y una barricada policial que intenta avanzar con los escudos en el pecho. Por primera vez la televisión capta realmente su antención.
--¡Pobre gente!—piensa pero rápidamente se contesta –pobres los que están mal en serio porque la mayoría le gusta hacer quilombo y chorearse lo que venga--.
Desde la planta baja comienzan a escucharse ruidos de golpes y gritos. Los oficiales de seguridad comienzan a correr de un lado al otro. Uno de ellos, con camisa blanca y pantalón negro, comienza a hablar agitado por un “handie”, pide que llamen a la central y grita enervado “vinieron para acá, están saqueando”. La mujer que hasta hacía un instante estaba pinchando la goma con el pequeño bisturí, está ahora corriendo y presionando pequeños botones negros ubicados en un compartimento que reposa en una pared lateral. Las luces se apagan, quedando el salón iluminado por las luces de los pasillos, mientras las persianas comienzan a cerrarse lentamente, dejándolas sólo a ella y a la empleada –el platinado hacía rato había abandonado el recinto--. Comienza a ponerse tensa, no dicen nada, sólo se escucha su respiración agitada y los golpes que son cada vez más fuertes, pues se escuchan cada vez más cerca. Aún no logra entender qué sucede, pero se queda en silencio como queriendo ocultar el cuerpo. Sólo mira a la empleada que está tiesa mirando el piso. Aprieta las braceras del sillón con fuerza y sólo repite para sí --¿por qué a mí?--.
Las persianas están cerradas por la mitad y las corridas retumban como si el piso entero fuera a caerse. Un golpe le llama la atención: la persiana de una buena vez ha tocado el suelo. Suelta un suspiro y mira hacia arriba, pero enseguida un hombre patea la reja y la asusta. Hay otro hombre a su lado que intenta levantar la reja valiéndose de un palo que utiliza como palanca.
Se escucha un insulto y los hombres salen corriendo. De a poco, la vorágine va acabando. El shopping regresa a la normalidad.
La peluquera vuelve al panel de botones y levanta nuevamente las persianas. Se acerca nuevamente hacia ella.
--Disculpame, estamos un poco conmocionados y nos ordenaron que por seguridad cerremos. Te voy a retirar la gorra y te pido si, por favor, podés regresar mañana.
-- No creo que pueda volver mañana, pero si quieren cerrar—Contesta y se muerde tibiamente el labio inferior.
Se levanta, larga un fuerte suspiro, lo suficiente como para que los trabajadores del local la escuchen, se cuelga la cartera y sale caminando velozmente, susurrando una descarga sobre la mediocridad de los empleados y concluye con la conjetura de por qué, gracias a eso, el país está “así”. Abre con fuerza la puerta de salida que, a pesar de su furia iba a abrirse ya que es automática.
Se toma un taxi en las afueras del shopping. El reloj marca tres pesos como punto de partida. Llega a la estación de Martínez, le da quince pesos al taxi, el reloj marca trece. El taxista comienza a revisar lentamente la billetera buscando el cambio.
--Está bien, quédeselo—vocifera. Abre la puerta, se baja y la cierra con fuerza. Se toma el tren en la estación, llega a Retiro y corre hasta el subte. Camina hacia las escaleras y suena el celular.
--Hola mamá, ¿Qué pasa?—Llega por fin al subte.
-- Hija, quiero saber cómo te fue.
Las puertas están bloqueadas y hay una inscripción que dice, “Las líneas de subte están transitoriamente clausuradas”.
Golpea el cartel con fuerza; --Fue un día terrible, mamá.

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